P E R E G R I N O S
Manuel G. Vicente. Textos de José Antonio de la Riera-
(Edicións Xeráis de Galicia 1999)
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A Manuel G. Vicente, que se me apareció en Los Arcos.
A Jacques Marie Camusat, que se nos bajó en Damasco.
«La puerta se abre a todos, enfermos e sanos
no solo a católicos sino aun a paganos a judíos,
herejes ociosos y vanos;
y más brevemente a buenos y profanos.» Poema histórico, La Preciosa, Roncesvalles (S. XII)
I PARTE: LA PUERTA SE ABRE A TODOS
¡Ultreia e sus eia!
El grito o imprecación lo han pronunciado dos mocetones que se despiden a la puerta del monasterio. Se les ve enseguida que vienen de lejos. Y el peregrino acentúa el tic de preocupación que le aqueja desde que llegó a Roncesvalles. Naturalmente, sabe que era el grito de ánimo entre los peregrinos del medievo: ¡Adelante y hacia arriba!. No en vano ha leído, más bien devorado, todo lo que ha caído en sus manos sobre el Camino de Santiago en los últimos meses.
Pero sigue sin dar crédito a lo que, irremediablemente, le esta sucediendo en los albores del siglo XXI. Para empezar, parece que el tal grito ha sido asumido con total naturalidad por los grupos que le rodean. Y luego está esa especie de túnel del tiempo en el que se ha sumergido desde que abandono el viejo autobús de «La Montañesa». Aquí, todo es Carlomagno; los Doce Pares de Francia bajan en descubierta por Ibañeta, le han mostrado el sepulcro de un rey gigantesco -Sancho el Fuerte de Navarra- y después le han introducido, buscando dormida, por corredores inverosímiles en las entrañas de un monasterio que dejaría las abadías benedictinas de Umberto Eco convertidas en Manhattan.
Item más, en medio de su turbación, un canónigo le ha sometido, al final de la misa y con la iglesia atiborrada, a la antigua formula de bendición con la que, secularmente, Roncesvalles ha despedido a los peregrinos del Apóstol: «En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, para que podáis llegar seguros a los pies de Santiago y volver a casa con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos.» Y ahí está, a punto de iniciar su Camino, expectante y aprensivo ante la Cruz de Peregrinos y con un cartel, casi vejatorio, que acecha ante sus mismas narices: «Santiago 787 Km.».
De grana y oro, con la mochila impoluta, botas de «goretex» y pavero reluciente en la cabeza, sabe que tiene que recibir al Camino a puerta gayola. Y de alguna manera, Roncesvalles se lo ha puesto claro. Quiéralo o no, va a recorrer un espacio sagrado donde miles y miles de predecesores suyos han dejado unas huellas y unos ritos que él, urbanita irredento, seguramente estudiante universitario e hijo de su siglo, seguirá punto a punto -ha empezado ya- hasta Compostela. Con un gesto se ajusta la mochila, cruza la placita y se introduce en el bosque, húmedo por la bruma del alba. Dejémosle, ya es peregrino. Y con él navega un deseo que dejo plasmado en el libro del monasterio. Se trata, al parecer, de encontrar a un viejo colega. En principio, a sí mismo. Suerte y buen Camino.
El embajador del Emir Alí Ben Yusuf afirma, estupefacto, en pleno siglo XII: «Es tan grande la muchedumbre de los que van y de los que vuelven (a Santiago) que apenas dejan libre la calzada de occidente». La peregrinación a Compostela vivió su gran momento en el siglo XII para continuar ininterrumpidamente, con alguna oscilación, hasta finales del siglo XVIII. Luego el silencio se hizo dueño del viejo Camino de las Estrellas.
En este siglo la ruta se convirtió en arqueología y los jacobeos desaparecieron de ella, con la excepción de algunas presencias testimoniales como la del genial Walter Starkie, Don Gualterio, que peregrinó cuatro veces a Compostela – la primera en 1.924- caminando, a veces, al lado de sus amigos los gitanos y acompañado siempre de su inseparable violín. Amigo personal de Churchill, romántico y bohemio empedernido, Starkie repasa las vetustas trochas con la esperanza de reverdecer las nieves de antaño. Pero es una estrella fugaz en lo que fue Vía Láctea.
Todo es desolación mientras pueblos enteros, inventados por y para el Camino se desertizan o desaparecen (¡Ah del pasado, Foncebadón!) y los monstruos representados en los canecillos de las iglesias románicas, ante la falta de clientela, piden silla y chato en el teleclub más próximo para ver la última del «El Santo».
Y de pronto, se hace el milagro. Primero unas docenas, luego unos cientos, más tarde miles y miles, los peregrinos vuelven al Camino llenando otra vez de vida las antiguas encrucijadas a las puertas de un nuevo milenio.
¿Qué había ocurrido?
La leyenda, conseja, cuento, chascarrillo o (pugliera a Dios) gozoso docudrama, corre por los albergues del Camino, se desliza por las sacristías, trepa el Irago, se enreda en la Cruz de Ferro, repica en las campanas (laudo verum) de O Cebreiro, repta por las sotanas de los canónigos compostelanos y sube, al fin, a las barbas del mismísimo Apóstol. Se dice que su sonrisa, cordial y aldeana, medró en carcajada.
En una muga pirenaica, a principio de los ochenta y con el terrorismo en pleno apogeo, la guardia civil detiene una destartalada furgoneta blanca con matrícula de Lugo. De ella se apea un hombrecillo que no suelta un bote de pintura. La identificación es rápida:
-Soy Elías Valiña, párroco de O Cebreiro, en Galicia
-¿Y que coño hace usted por aquí?
-Preparo una gran invasión
¿Se escribe así la historia? Tal vez, Don Elías veía, de tarde en tarde, pasar por su Cebreiro algún nieto de Don Gaiferos que le contaba el estado de decadencia y abandono en que se encontraba la ruta milenaria. Hombre de estudio, con un bagaje importantísimo de trabajos dedicados a las peregrinaciones jacobeas, no había dudado en levantar, piedra a piedra, con sus propias manos, la arcaica aldea que se caía a pedazos.
Y Elías Valiña determinó hacer lo mismo con el Camino, en el que únicamente los Amigos del Camino de Santiago de Estella, y la asociación parisiense de René de la Coste Messeliére mantenían una débil llama encendida.
El pequeño cura de O Cebreiro trocó la llama en hoguera. Todo coraje, recorrió infatigable el Camino, aunó voluntades, espabilo alcaldes mostrencos y al poco, él mismo pintó las primeras flechas amarillas, esas humildes balizas que jalonan todas las rutas jacobeas. Y lo que fue más importante, impulsó la creación de las Asociaciones de Amigos del Camino que, tras su muerte en 1.989, se convirtieron en los auténticos ángeles custodios del itinerario y de sus peregrinos. Fueron los Amigos del Camino los que, con entrega encomiable, propagaron por toda Europa la buena nueva: el Camino estaba allí, como en los siglos, señalizado y con nuevos albergues atendidos ahora por una legión de voluntarios entusiastas.
Y, por primavera, como las golondrinas, volvieron los peregrinos.
¿Quiénes son estos nuevos perseguidores de estrellas y destajistas de corredoiras «ad limina Beato Jacobi»?
Sabemos de sus antecesores. El Códice Calixtino, venerable reliquia atribuida al Papa Calixto y escrita en realidad por Aymeric Picaud, fantástico, furibundo y chauvinista clérigo del Poiteau, allá por el año 1130, no se para en barras. A Compostela iban: «Franci, Normandi, Scoti, Hiri, Galli, Theutonici . Navarri impii (sic, ¡este Aymeric!), Bascli, Gotti Nubiani, Parthi, Romani, Galati, Ephesi Mesopotami, Libiani, Cirenensis, Pamphiliani, Cilicini, Iudei et cetere gentes innumerables».
El sumsum corda. Y entre ellos, en tremenda melée, caballeros, proyectos de santidad, príncipes, menestrales, campesinos surgidos de la profundidad de las selvas germánicas, tenderos de Burdeos, buscadores de reliquias, leprosos, alquimistas, víctimas del mal de San Antón, iluminados, toda la gallofería de Europa, Don Gaiferos de Mormaltan (Duque de Aquitania), coquillards, Tomás conde del pequeño Egipto con toda su tribu (primeros gitanos que «se cuelan» en la península en 1435), «clerici vaganti» (Picaud puede que fuera uno de ellos) con sus vanguardias los goliardos, reos redimiendo penas, almas empeñadas en el arrebato de un voto o una promesa y miles, millones de humildes jacobeos prendidos en la fe del carbonero.
¿Y ayer mismo, ahora mismo? Pues también los Theutonici, Navarri (redimidos) Greci, Armeni aumentados, naturalmente, en japoneses y últimamente brasileños dispuestos a convertir Carrión en un sambódromo. Que se sepa, solo faltan los chinos. Vendrán.
Y, como antaño, mezcla explosiva: Buscadores del más allá, postmodernos, yuppies inquietos hartos de su tiempo, senderistas, cristianos nuevos y viejos, aventureros, apocalípticos, adoradores de Gaia (con toda la New Age dando alaridos y en tropel, que horror), asociaciones de peluqueras, nosotros mismos, cohortes enteras de Ursulinas resoplando por La Faba, Shirley McLine, conselleiros rebajados de servicio, abnegados seguidores de Paulo Coelho y como siempre humildes jacobeos abrasados en la fe del carbonero. ¿Cuántos de estos? Si queréis saberlo no preguntéis en la Oficina del Peregrino. Id a la Cruz de Ferro. Pero ¿peregrinos todos? Si, con ese marchamo aparecerán, quiéranlo o no, los que lleguen a Compostela.
¿Cuáles son, aparte de un Camino de nuevo abierto y la mesnada de abnegados que lo sostienen, las raíces profundas, si es que las hay, de este renacimiento, jubiloso, de las peregrinaciones jacobeas?. Algunas claves las dan los propios peregrinos: «El silencio sonoro del Camino, los vientos, los pájaros, las gentes. Contemplando a la madre natura en el Camino me experimento una parte del Cosmos. Yo soy Cosmos. El Camino vivido en soledad y en silencio, es camino interior que me lleva a mí mismo, a buscar mi misterio, mi destino, mi lugar en el mundo y mi lugar en Dios» (Vicente Malabia, peregrino a Compostela, en Revista Peregrino, marzo 1.989). Sesudos varones y juiciosas mujeres llevan años estudiando el fenómeno. Al rebato de múltiples congresos, encuentros, aulas abiertas (y cerradas), semanas culturales, charletas y conferencias de toda índole, historiadores, antropólogos, sociólogos, teólogos y todo aquel que gusta sumarse a la rebatina, han entrado a fagocitar al pobre peregrino. Mangas, capirotes y, por veces, mandangas.
¿Búsqueda de una nueva Edad de Oro? ¿El famoso Camino interior? ¿Homo viator? Desde luego hay una evasión hacia un espacio sagrado del que casi todos tienen consciencia siguiendo, ya lo vimos, una conducta ritual aceptada con naturalidad. Y también, dejando de lado explicaciones beatuconas y meapilas, ese acaparamiento de Dios del que hacen gala algunas religiones, es posible que estemos asistiendo a un renacimiento de lo divino en estricto sentido orteguiano: La aparición de un Dios laico, después de épocas de gran fuga en que «esa enorme montaña de Dios» se desvanecía en el horizonte.
Además de participar de una cierta conciencia ecológica, en armonía plena con la naturaleza que lo recibe, para el peregrino es muy importante la función simbólica del itinerario -El Camino-.
El «anciano» ingeniero Jacques Camusat, compañero del Camino y perito en sonadas descabalgaduras en su particular viaje a Damasco lo refleja, en su segunda peregrinación, al llegar a O Cebreiro, recién cumplidos sus primeros setenta y tres años. Recuerda a Einstein: » Todo esto (el mundo, la ciencia y los hombres) parece casual, pero es imposible que no tenga un sentido». Y Camusat dirige desde allí varios mensajes urgentes: a los ingenieros y científicos de su país, otro a los ingenieros de su escuela y uno más a la asociación de ciclistas: «Despertad, coged la bicicleta, el caballo o venid a pie, no importa como lo hagáis porque lo verdadero es que encontréis el Camino. Venid» (La Voz de Galicia, 25-Mayo-1.993)
II PARTE: EN CAMINO
“Eran trento o cuarento que parteren a Sa Jacque, Per gagna lou paradís, Mon dieu ¡, per gagna lou paradis” (Antigua canción de peregrinos, MOISAC)
Anda sobre su sombra. Al alba la persigue. Atardece y queda atrás. A veces el calor le echa, en la noche castellana de los campos góticos, en brazos de Aldebarán, Orión, Sirio, Las Pleyades. Vía Láctea. «Pietatis causa, devotionis afecta, votis causa». Parece imposible pero sí, es la misma codorniz la que acompaña su soledad desde Hontanas, por Castrojeriz y Mostelares hasta las puertas de Frómista. «Pietatis causa » En Camino se vive el pasado como presente y éste como futuro. ¿Revival medieval? Los expertos le llaman anamnesis. Sus pisadas siguen otras miles. Se nota pronto. El barro que dejaron en las veredas trajo estos lodos desde el hondón de los siglos.
¿Yo no canto mi canción sino a quien conmigo va? Indudable. El peregrino avanza en una burbuja temeroso de perder el encanto. La anochecida en los refugios, al borde del Camino, es pródiga en reconocimientos mutuos. Después de haber abandonado su entorno habitual, adoptar un disfraz que incluye bordón, sombrero «ad hoc» y venera como símbolos visibles de su actual estado y condición, moverse «per agere» y transitar tierras extrañas por treinta o cuarenta kilómetros de soledad, codornices, polvo y fatiga, bajo el chapeu marcha un individuo ansioso de comunicarse con otros conmilitones que participen de sus mismas claves. De ahí surge la solidaridad, para nada forzada, sino espontánea y sin condiciones, entre el abogado toscano, el jardinero de Lovaina y la maestra de E.G.B. de Alicante. Su rastro es fácil de seguir en los libros de peregrinos que están en los refugios. Aparecen llenos de reencuentros alborozados, avisos a navegantes y despedidas desgarradas entre personas que se han visto, si cabe, tres días, quizás para muchas los más plenos de su existencia.
Sus problemas se solapan, a menudo, con los de sus antecesores en la ruta:
«Una noche estando en Castilla, no hemos encontrado donde alojarnos y estábamos mojados por la lluvia hasta la piel. Hubimos de acostarnos en una barraca llena de agua y fango, pagando tres sueldos cada uno por disponer de un cañizo para ponerlo sobre el fuego y dormir encima de él. Tiemblo al escribir esto acordándome del frío que pase aquella noche». La autobiografía de Jean Bonnecaze, peregrino en 1.748, está cuajada de incidencias, miseria y enfermedades que, sin embargo, no le impiden alcanzar una meta que persigue con obstinación.
Doscientos veintinueve años más tarde los periodistas Pierre Barret y Jean Noël Gurgand, autores del magnífico «Priez por Nous á Compostelle» (1), se echan al Camino. Es treinta de mayo de 1.977, llegan a Rabanal, en los montes de León, y anochece:
«.. Preguntamos a Ma Dalton (sic) si alquila habitaciones. No. ¿Camas? No. ¿Sabe dónde podemos dormir? No… Cae la noche, hace frío, va a llover, un muchacho nos tira piedras…»
Acuden junto al alcalde. Nada, los perros «aúllan a muerte», pero al fin la maestra (que no en vano había pasado en París dos días en viaje de estudios) convence al alcalde: los peregrinos podrán dormir debajo de la escalera de la vieja escuela, allí donde todavía no había llegado el lodo. (Del diario de Pierre Barret)
Pasan los siglos pero el Camino sigue haciendo de sus peregrinos protagonistas, no precisamente contemplativos, de una aventura única cuyo fin, a veces obsesivo, se traduce en un verbo lacerante: llegar.
Entre los muchos que no lo han conseguido se encuentran las primeras víctimas habidas en la peregrinación en los tiempos modernos. Un camión segó la vida de Alice de Craemer, en Navarrete, en julio de 1.986. El alemán Hinrick Krause rindió su alma en El Acebo, a la vista ya de Ponferrada, en agosto de 1.988. Allí donde cayeron se levantaron sencillos monumentos, que los peregrinos se ocupan de mantener siempre floridos.
¿Dureza del Camino? Forma parte del juego. Para algunos, como en los tiempos, las calamidades forman parte de la rutina diaria: «En León mordido por un perro y pérdida de las gafas, además en el último pueblo de León (Laguna de Castilla) he topado con el único ser sin caridad puesto que, tiritando, le he preguntado dónde podría tomar un vaso de leche caliente y me ha mandado aquí. Voy solo otra vez y echo de menos a mis compañeros” (Del libro de peregrinos de la Hospedería de San Giraldo de Aurillac. O Cebreiro, Mayo 1.990).
Muy pocas cosas apartan de su ruta a los actuales jacobeos, y menos que ninguna, los famosos monumentos del Camino o de sus alrededores. Beneméritos y cachazudos sabios inundan los escaparates con lujosos librotes que describen (lo que queda) de las maravillas del trayecto sagrado. Pero eso no reza para la inmensa mayoría de los caminantes del Apóstol. Sus colegas de antaño disponían de un tiempo, un espacio y una permisividad para zascandilear a placer por los caminos que llevaban hasta el Finisterrae. (Hasta que se sulfuró el buen rey Felipe de las Españas) Las iglesias románicas, a falta de cine y televisión, les ofrecían en cinemascope escenas del paraíso y del infierno, de la buena vida y de la mala muerte. Todos pasaban por taquilla.
Alguno de estos, prendido en el fantástico hilo de la historia, todavía se deja ver arrimado tímidamente a las congostras. En el ya lejano julio de 1.990, reanudábamos de madrugada nuestra peregrinación cuando las tinieblas todavía envolvían las calles de Estella. Hacia San Pedro de la Rúa caminaba un personaje menudo y descalzo. Iba tocado con gorrilla colorada y portaba una breve mochila que casi tapaba una gran venera. Jean Luis Metais se declaraba pastor y analfabeto mientras devoraba nuestras manzanas. Había salido de Lourdes y volvía de Fátima y Compostela rumbo a Jerusalén, vivía de la caridad de los buenos cristianos.
Tres años más tarde, hojeando la prensa, lo volvemos a encontrar en el Camino: «Siempre lo hice por promesas. Mi madre se recuperaba cerca de la muerte y yo soy católico. Soy católico insiste obstinado, soy solitario, soy pastor. No me gustan las muchedumbres pero es una oportunidad para aprender eso me lo dan los buenos peregrinos». (La Voz de Galicia, 31 de mayo de 1.993)
Recibidos como héroes a su vuelta (los que volvían), eran luego protagonistas de intensas veladas junto a la lumbre en las largas noches de invierno. Así, el humo de las chimeneas de media Europa dibujaba las figuras de la Virgen de Rocamadour, de Carlomagno, del maravilloso Grial de O Cebreiro … mientras otra tropa de gañanes hacia ya acopio de mendrugos en las menguadas alforjas para incorporarse a la gran fuga.
Pero el moderno peregrino, agobiado por su mochila y por su siglo, avanza siempre recto. Solamente alguna humilde iglesia, a la vera del Camino, le puede detener, para recogerse, pensar, descansar del sol implacable, para rezar…si es que se produce el milagro de que la iglesita no esté cerrada a hiedra y lodo. Las solemnes catedrales, las grandes urbes de la ruta, raras veces se incluyen en su juego. La magia de la transformación que, metro a metro, quiéralo o no, esta sufriendo se rompe en las ciudades cuyas claves conoce, y reconoce, demasiado bien.
Y pasa de largo ante las masas de turistas que hacen cola mientras la guía, coloradota y monótona, va desgranando las maravillas iconográficas que les esperan, entre las que hay un Apóstol matachín y pendenciero que hace filetes con la morisma que tiene a los pies de un caballo de tiovivo.
Pero entre los peregrinos siguen marchando los poetas. Uno de ellos, Álvaro Cunqueiro, tal vez el que mejor les podía entender, saltó a Villasirga y emocionado ante el sepulcro de Leonor de Castro, desgranó uno de los poemas más bellos escritos a la vera del Camino de Santiago. Así comienza:
“Sempre máis que os cabalos o corazón corre/ máis que o corpo mortal i-a luz dos ollos, máis que o vento / ¡ Miña señor, amor é una lei moi estreita ¡
(“A Doña Leonor de Castro, que dorme en Vilasirga, no camiño, dende o século XIII”)(3)
Al peregrino, perdido en esa tierra de nadie que es el Camino, le llegan, percibe y hace inmediatamente suyas las leyendas que jalonan su itinerario. Particularmente todos se identifican con el ahorcado milagrosamente resucitado, con gallo por medio e intervención «in extremis» del Apóstol, el milagro más celebrado y difundido del Camino. El pobre ahorcado asoma tras cada flecha amarilla. Y además, en Santo Domingo de la Calzada (uno de los lugares, junto con Toulouse y Barcelos, donde se sitúa el milagro) han tenido la bondad, o la humorada, de colocar dos gallinas en la catedral que saludan con sus cloqueos a los jacobeos de cuerpo presente, con el añadido de un jubiloso pasar hasta Compostela si a los animalitos les da por lanzar un estridente cacareo en su presencia.
En Barcelos, corazón del Camino Portugués, donde el gallo se ha convertido en un símbolo de todo Portugal, lo cuentan así:: una familia se dirigía en peregrinación a Santiago de Galicia. Un posadero culpa al padre de un crimen, aportando pruebas falsas. El peregrino es condenado a muerte pero el desdichado puede llegar hasta el juez, que se disponía a cenar opíparamente un gallo con sus amigos. El reo le espeta: «soy inocente y como prueba ese frango cantará cuando me ahorquen».
Rechifla general, palmas y pitos, y el pobre hombre que es llevado en volandas al cadalso. Se le cuelga pero, laus deo, el gallo se levanta de la fuente y entonó un furibundo quiquiriquí. Y allí fue la despavorida galopada del juez hasta el cadalso y nuestro peregrino que es hallado vivo, coleando y suspendido en el aire por el propio Santiago.
A fuer de sinceros nos vemos obligados a declarar que en nuestros repetidos lances por el Camino Francés, las gallináceas se obstinaron tercamente en mantener un silencio sepulcral, a pesar de ímprobos esfuerzos en pos de un modesto cloqueo, lo que no impidió, en ningún caso, nuestra llegada festiva a la ciudad del Apóstol.
La hospitalidad fue en toda época santo y seña de la peregrinación. Lo advierte el Codex: «Los peregrinos, tanto pobres como ricos, han de ser caritativamente recibidos y venerados por todas las gentes cuando van y vienen de Santiago. Pues quienquiera los reciba y diligentemente los hospede no solo tendrá de huésped a Santiago sino también al Señor». Y el Camino se llenó de hospitales, con el manto protector de Cluny extendido bajo toda la Vía Láctea. Desde París, por Tours o Vezelay desde Le Puy o Arles, por Roncesvalles o Santa Cristina del «Summus Portus», Pamplona y Logroño, Burgos con sus treinta hospitales o León con San Marcos, la inmensa red de acogida dio cobijo, protección y consuelo a los más desprotegidos, a los débiles y enfermos mientras, en la noche, repicaban sin cesar las campanas, guías y salvadoras, en Foncebadon, en Roncesvalles, en la Dômerie de Aubrac, «un lugar de horror y de vasta soledad, silvestre, tenebroso e inhabitable» según una bula de Inocencio III.
Tú, peregrino moderno, acostumbrado a pagar por todo, tal vez con la tarjeta de crédito prendida a la venera, vas pensando en ello mientras, en lontananza, se dibuja la pequeña ermita de Ponte Fitero. Darías un mundo por un vaso de agua. ¡Y ese espantoso dolor de pies! Te sudan hasta las uñas y las cintas de la maldita mochila te laceran los hombros. ¿Puede doler tanto? Si carajo, vaya si puede: «Ultimo modelo chaval, un farde de mochila, te dijo el tipo de la tienda especializada en mandar memos de diseño al Sahara envueltos en papel de celofán».
Entras en la ermita. Todo sombra, frescor y sencillez. No hay luz eléctrica pero a la pálida luz de unas velas se produce el milagro. Manos amables te despojan de la mochila, te ofrecen agua y -¡qué están haciendo!- lavan tus pies con verdadera unción. Encima esa gente sonríe, sonríe mucho. ¿Cobrar? Muchacho no seas necio, en la vida -y más en el Camino- nunca confundas valor y precio.
La benéfica confraternidad de Perugia levantó Ponte Fitero de sus ruinas y sus miembros se dedican, desde entonces, a atender con total desprendimiento a los peregrinos. Lo mismo hacen los cofrades de Santo Domingo de la Calzada o los ingleses de la Confraternity of St. James en Rabanal y tantos otros que, a pie de ruta, se han ocupado del bienestar de los devotos del Apóstol ahora mismo y en años oscuros, cuando Don Elías comenzaba a recibir S.O.S. en su remota aldea. Ellos son el músculo y la sangre del renacimiento de la peregrinación en los tiempos modernos.
Toda protección era poca, todo amparo necesario. Lobos de cuatro y de dos patas aguardaban en las encrucijadas, en los portazgos, en los mesones. A los primeros los encontró el boloñés Domenico Laffi devorando lo que quedaba de un romero muy cerca del Burgo Ranero, en 1.670.
De los segundos, Dios te guardara. Siniestros personajes, haciéndose pasar por peregrinos, animaban a estos a ponerse en marcha, al alba fría de los hospitales empleando el grito de ayuda; «Deus, adiuua, Sancte Jacobe», para desvalijarlos en el primer descampado. El Liber Sancti Jacobi los llama «cinnatores». Su número llego a ser tan alto que, según cuenta Lacarra, en 1319 el merino de Sangüesa, Odin de Merry, persiguió como un sabueso por todo el Camino Francés a una banda de ingleses que se dedicaba a lo que, al parecer, habían tomado como un «sport» medieval: la caza del pobre jacobeo. El diligente merino, enterado de sus andanzas «envió sus barruntes a todas partes e ovo barrunteria cierta que andaban enta San Jayme».
Paciente y cachazudo, el merino se aposta en el Camino, paga a sus barruntes, atrapa a los ingleses de vuelta en Pamplona y los ahorca diligentemente en racimo, en la cercana Villaba, para escarmiento general.
Todavía en 1499 un atribulado cabildo compostelano dirige una llamada al rey Fernando el Católico en términos desesperados; «Algunos caballeros et escuderos et otras personas del Reyno de Galicia a los caminantes peregrinos que vienen en romería a la dicha Yglesia de Santiago, los prenden, et matan, et fieren, et rescatan.»
Ya no quedan lobos, de cuatro patas, en el Camino. Como mucho, los mastines que guardan el duermevela de la Señora María en Foncebadon cumplen dignamente con su papel y son perfectamente capaces de perseguir, Irago arriba, al primer bobalicón que quiera imitar al pobrecito de Asís. Por su parte el perro «Calixto», en San Juan de Ortega, suele acompañar a los jacobeos con la seguridad del guía profesional, habiendo llegado incluso, ocupado en tales menesteres, hasta las proximidades de Tardajos.
Y ya en Galicia hace su aparición el príncipe de las corredoiras y señor sin disputa de los caminos gallegos. Hablamos, naturalmente del «can de palleiro». No engañe su aspecto. El autentico, el de pedigrí, tiene a gala sus mil cruces, ladrará por compromiso -el palleiro es un gran cínico- y es posible que siga al peregrino con no poco desparpajo, rezumando retranca del hocico al rabo. No es de fiar. Si del zurrón no sale nada, el perrito lo abandonará enseguida con el desprecio más absoluto.
Pero en el Camino sigue apostado «el enemigo», como en el pasado y por los siglos. Y es que la querella de los peregrinos con el gremio de hostelería es enconada y milenaria. Aymeric Picaud todavía brama desde las profundidades del siglo XII: «… Los que con abuso hospedan en el Camino de Santiago pagaran en el infierno sus villanías. Se condenan, pues, los que malamente tratan en los albergues, explotando con innumerables engaños a los peregrinos.»
La palma de la añeja inquina se la llevan los posaderos santiagueses destacando, por lo cutre, la nada seráfica afición de vaciar por la noche las tinajas de agua, para que los peregrinos se vieran obligados a comprar un vino particularmente infame para apagar su sed. Tal vez por eso, el alcalde compostelano Bugallo, que los debe conocer bien, les suplica un comportamiento ejemplar cara al Año Santo de 1.999, después de las críticas recibidas por los supuestos precios abusivos establecidos por algunos locales durante el Año Santo de 1.993. (El Correo Gallego, 04-01-1.999).
No extraña así que el malo de la leyenda del gallo sea un posadero. Hasta hace muy poco, en los montes de León, desde un «todoterreno» se invitaba a los romeros que andaban por aquellas soledades a tomar un café en casa. El clavo monumental era inmediato. Hídeputa hay que cambia la señalización para que el Camino pase ante su antro, donde el rejón cafetero pasa a ser estocada hasta la bola.
Pero no todo es agrio, Herman Künig pasa por Villafranca del Bierzo en 1.495 y bebe un vino que «se deja correr como un cirio». Y en el Camino Portugués subsiste la bendita taberna de «Pepe el Lacónico», capaz de redimir el solo a todo su gremio: mixto, gran almacén, vinos «caralludos» e idioma monosilábico inventado por el propietario, todo en el mismo precio. La mayor provocación que se le puede hacer a «Pepe», y que naturalmente siempre se repite, es pedirle «jaseosa americana». Ahí se acaban los monosílabos: «sodes uns merdas, ¡bebede viño carallo, se non queredes arrastrar o cú polo chan!».
El espartano menú del día de los actuales peregrinos engullido buenamente cuando se puede, no tiene parangón con el hambre permanente, la búsqueda continua de sopa boba o ilustrada -que tanto daba- de sus precursores en el Camino. Los relatos, por veces, superan lo imaginable. Laffi se pierde en los Montes de Oca y sobrevive comiendo hierbas. Se entiende que cuando se encontraba un filón, después de días a salto de mata, la tripotada fuera espectacular, no valiendo aspavientos ni remilgos, que el mañana era lejano y la gallofa dura. Así, en 1726, aparece en Compostela el sastre picardo Guillaume Manier con sus camaradas Delorme, Hermand y La Couture. ¿Su ocupación?:
«Fuimos al convento de San Francisco de chocolate (sic), a las once en punto; allí nos dieron buen pan, sopa y carne. A las doce ya habíamos comido la sopa de los benedictinos de San Martín, donde dan bacalao, carne y excelente pan, cosa rara en esta provincia. A la una, en santa Teresa, convento de religiosas, que dan pan y carne. A las cuatro en el convento de Santo Domingo, fuera de la ciudad, por donde entramos, y donde dan sopa, que sirve de cena».
Voces alarmistas no han dejado de oírse en los últimos tiempos dando en proclamar la perdición del espíritu de la peregrinación tradicional por el desembarco en el Camino de gentes de toda calaña y catadura que no solamente hacen mofa y befa del «autentico peregrino», sino que aprovechan, cuando no usurpan descaradamente, todos los servicios puestos a disposición del jacobeo «fetén».
Deberían saber que el Camino ha atraído la gallofa en todo tiempo y que el presente, no podía ser menos. La denuncia número cuarenta y cinco mil cuatrocientas veintitrés que la comisaría de policía de la ciudad del Apóstol recibe a las diez horas y veintisiete minutos del treinta de mayo del glorioso Año Santo de 1.993, corresponde a nuestro benemérito, abnegado y sufrido Jacques Camusat y reza así:
“En Santiago, etc. Comparece Jacques Marie Camusat, nacido el veintiuno de julio de mil novecientos veinte en Neuilly Sur Seine que está en esta Ciudad para ganar el jubileo que la pasada noche pernoctó en el Seminario Menor de esta Ciudad. Que cuando llego el dicente le quito una fotografía a dos individuos, al parecer también peregrinos que dormían en las literas 1ª y 2ª , haciéndolo el dicente en la tercera que esta mañana saco su cartera . .. notando en falta veinticinco mil pesetas en dinero español, y dinero francés, cuatrocientos francos franceses . .. con barba espesa, ambos, y color moreno de campo……. que ambos portaban medallas y enseres referentes al Año Santo y de Peregrino»
Entre los de la mofa y la befa figura nada menos que Don Diego de Torres y Villarroel que salió de Salamanca en 1736: «Reventando de peregrino con el bordón, la esclavina y vestido más que medianamente costoso. Acompañábame don Agustín Herrera tan fanfarrón, tan hueco y tan loco como yo». Después de cien trapisondas, que sazona Pablo Arribas en su impagable trabajo sobre la picaresca en el Camino de Santiago (4), Villarroel hace un romance y sentencia » este viaje, que escribo, está cojo, zurdo, calvo, potroso, corcovado y tuerto…» Termina por dedicarlo, con total despreocupación, a D. Agustín de Eura, obispo de Ourense. ¿Disipación en el Camino? Después de cuarenta kilómetros de fierro, sudor y polvo puede haberla ¡voto a bríos!, pero eso ya estaba en el Codex; «Las meretrices que por esos mismos motivos (vergonzosos y por ganar dinero por inspiración del diablo) entre Puerto Marín y Palas de Rey, en lugares montuosos, suelen salir al encuentro de los peregrinos, no solo deben ser excomulgadas, sino que deben ser despojadas, presas y avergonzadas, cortándoles las narices…».
Pero no hace mucho que se armó tremenda zapatiesta en Boente, en pleno Camino Francés, donde se había instalado un antro de perdición que las fuerzas vivas se encargaron, de cerrar, presurosas y azoradas, sin que por cierto conste si a las pobres peripatéticas que lo atendían les costó o no la pérdida de los apéndices nasales. El Camino Portugués, por su parte, acogía el «Pub Vicios» (sin duda puesto allí por el mago Hermógenes, señalado enemigo del Apóstol y de sus peregrinos). Una mano alevosa lo señalizó, incluso, con una escandalizada flecha amarilla.
Del sexo en albergues, refugios y hospitales tenemos noticias (antiguas claro) por parte de Nicola Albani, entre otros. Albani viaja por el Camino Portugués en peregrinación a Compostela en 1743 y 1745 (5). Es de armas tomar. En las montañas de Labruja despacha, a bordonazos, a un bandolero que lo asalta. Su comportamiento oscila, como el de muchos de los peregrinos dieciochescos, entre el de un completo brigante y un hombre de acendrada piedad cuando el momento lo requiere. Pero llega a Pontevedra y » … gransero due ragazze, in abito da peregrine, di nazione castigliana di bellisimo viso ed una di quelle era bella assai». La que era «bella assai» se le presenta de noche «a carne nuda» y todo acaba en fenomenal bronca, aparición de la hospitalera, y las dos beldades que son puestas de patitas en la calle.
¿Gentes extrañas en el Camino? Aymeric Picaud, terrible frailuco, trabucaire, faltón, corajudo y buscavidas, inaugura el campeonato europeo de chauvinismo con sus diatribas contra los navarros -¿qué le harían?- . Les llama de todo. Lo más suave: pérfidos, corrompidos, borrachos y deshonestos. Califica también el carácter gallego de torpe y litigante. Tal vez Chesterton tenía razón cuando exigiéndosele un parecer sobre los franceses contestó: ¿los franceses? No sé. No los conozco a todos.
Singulares compañeros. Con la gran multitud marchaban los «nudi cum ferro», descalzos y encadenados, redimiendo penas hasta Compostela. El paralelismo, salvando todas las distancias, sigue dándose en el Camino. Jóvenes delincuentes flamencos siguen redimiendo sus delitos hoy en día, también perdidos en la masa, mientras realizan la peregrinación amparados en la asociación Oikoten. Para ellos el Camino da lo mejor de si mismo. La libertad.
III PARTE: ¿BUSCAMOS A ROMA EN ROMA?
Donde las veredas antiguas se borran, aparece siempre otra tierra maravillosa.
Rabindranaz Tagore (Gitánjali)
O Cebreiro a tiro de piedra, son cien metros. La lluvia fina y fría, le cala hasta los huesos. Camina solo, la mochila, las botas y el pavero han aguantado. Él también.
Avanza despacio, como resistiéndose a llegar. Pesa la mochila pero, sobre todo, pesa una sensación de congoja, de tristeza que sin saber porqué, le invade desde que dejó Herrerías y comenzó a subir el puerto. Sabe que no es el mismo hombre que dejó Roncesvalles hace veinte días, ¿veinte días? Hace doscientos años de aquel amanecer en Zubiri, cien del enorme campo de amapolas camino del Los Arcos, cincuenta de aquella despedida emocionada en Sahagún y ¿fue ayer la sonrisa de Agueda en Villafranca? No, no es el mismo hombre el que, entre girones de niebla, se acerca al albergue de peregrinos.
La tremenda algarabía que saluda su llegada le saca pronto de su ensimismamiento. Una horda de boy-scouts -¿cincuenta? , ¿cien?, ¿mil?- hacen cola ante una puerta donde se anuncia un pavoroso muñecote, cruce de monaguillo preconciliar y Félix el Gato. De un autobús adyacente todavía baja un monitor que se desgañita, mientras el chofer bosteza y le dá gas a la casette.
Mansamente, como ajeno, el peregrino da la vuelta mientras el espacio se llena de los gorgoritos de un cantante de Miami.
De nuevo camina. Reconoce a otros dos colegas sentados, desmadejados bajo una tapia, indiferentes a la lluvia que arrecia; despiden un halo de desaliento. Un grupo de turistas, que marujea entre las pallozas, todas y todos con «pin» del muñecote, no para de cacarear: ¿Dios mío, pero podían vivir así? Sin darse cuenta está sentado envuelto en la penumbra de la pequeña iglesia. Solo hay una anciana que masculla una oración mientras enciende una vela. Cierra los ojos y un cansancio infinito, todo el cansancio del mundo, le abruma de repente. ¿Está llorando? Un perrazo que dormita, con total placidez, sobre una losa le deja entrever una sencilla inscripción: Elías Valiña, hermano de los peregrinos.
La hospedería de San Giraldo está a tope. Grupos animados se cruzan carcajadas de mesa a mesa. Pilar, toda la dulzura de Galicia en sus ojos, toda inteligencia, ve y entiende. Espabila una mesa, le pone un plato … no termina la sopa. Se acerca al libro de peregrinos, quiere ser original y escribe : «Me duelen horriblemente los pies». Ve otra nota que le hace sonreír: «Gracias Santiago por ayudarnos a perder la fe». Firman Syd Vicius y David Bowie. (Del libro de peregrinos hospedería de San Giraldo de Aurillac) Sale y penetra en la niebla, ya es noche cerrada. Reinicia su marcha, pero ahora va ligero.
Un Grial en O Cebreiro, un Apostol en Compostela, un Pedrón en Iria Flavia, Finisterrae, Prisciliano y su corte de hippies del siglo IV danzando bajo la Vía Lactea. Non rien plus? Si, un país mágico al que se llega después de subir montañas donde se puede tocar el cielo con las manos, recorrer llanuras abrasadoras, frecuentar Roldanes, vivaquear con Miocides. El Camino hasta aquí ha sido épica. Los que entienden la peregrinación como Camino iniciático hablan de una etapa de aprendizaje, a la que sigue la muerte iniciática, la dureza del Camino, con todo lo que supone de abandono del hombre anterior, y una etapa final de resurrección y plenitud donde aparece ya el hombre nuevo. Esta etapa de resurrección, ya cerca de la meta, del fin de la tierra y del comienzo de una nueva existencia, corresponde a Galicia, país del ocaso donde se ponen todos los soles de occidente.
Un país mágico tras la larga travesía del desierto. Desaparecen los héroes, pero en lo profundo de los bosques, detrás de cualquier carballo o sentados al pie del cruceiro secular se muestran las sombras amables de los trovadores, de Martín Codax, de Meendinho, de Bernal de Bonaval, intercambiándose cantigas de amigo mientras el sol cubre de oro la piedra labrada. El peregrino sigue veredas y cruza «poldras» escondidas en la umbría de las florestas, que guardan aún, en las losas gastadas, el recuerdo del paso, presuroso, de los miles de seres que, como él, se han dirigido al final de su Camino mientras en el cercano arroyo los dioses celtas de las aguas duermen un sueño de siglos. Todas las pisadas quedan registradas en el humus milenario. Pasa el pobre viejo Gaiferos de Mormaltan, con los pies llenos de sangre «ollos gazos, leonados, verdes como auga do mar». La espesura se abre ante el cortejo de Suero de Quiñones y sus bravos. Contra el amarillo de las retamas, pendiente de la lanza de un escudero, se confunde la gargantilla dorada, ganada en buena lid por D. Suero en Hospital de Orbigo, en honor de su dama. Pedía limosna en las iglesias de Provenza, pero el gran poeta Germán Nouveau marcha ya, solitario y feliz, culminando su Camino. De su paso por Triacastela supo el último gran trovador, Alvaro Cunqueiro. Nouveau recitaba poemas a los viejos, en francés, y todos le entendían. Otro milagro de la ruta.
Todo es un descender jubiloso hasta la meta, siempre cerca de pequeñas aldeas desde donde, tal vez, llegue el tañir de las campanas que llaman a misa temprana. Hasta no hace mucho, las humildes campanas aldeanas presidían el latir diario de la vida campesina. Por toda Europa, manos encallecidas hacían la señal de la cruz mientras se anunciaba el Ángelus. Se tocaba a la vida y a la muerte, a fuego y a parto (en Compostela un alcalde hubo de prohibir el toque por el desasosiego que creaba a las futuras parturientas). Los días de fiesta, las campanas volteaban alborozadas muiñeiras a la par que, benéficas, eran capaces de alejar nubes y truenos los días de tormenta.
Hoy en día el sonido amigo de las campanas esta siendo sustituido por abominables carillones con sonsonetes pregrabados, que dejan a los sufridos sacristanes sin oficio que ejercer, muiñeira que tocar, ni badajo que atizar. Además ¿cómo puede un tontorrón Frére Jacques espantar a tormenta alguna? Más bien atraerá sobre si mil centellas que lo partan. Es posible -cualquier cosa es posible en Camino de peregrinación- que algún bondadoso sacristán aldeano, de los que todavía guardan bajo el colchón el misterioso Libro de San Cipriano o «Ciprianillo», que tanta tinta hizo correr y tanta conseja de vieja medrar, susurre al oído del peregrino el secreto de los viejos tesoros escondidos que pueblan la tierra gallega. Al peregrino ave de paso, se las cuenta, a veces, lo que a otros se les niega.
Cuidado amigo con los puentes. Los antiguos puentes gallegos (¡Oh vieja Ponte Aspera!) fueron testigos -quizás lo sean aún – de un rito que se pierde en la bruma de la noche céltica: el «enxebramento» o bautismo del nonato en el vientre de una madre con dificultades de parto. Dos hombre se apostan, al filo de la medianoche, en los extremos del puente, ningún animal puede pasar en ese momento. El primer hombre que se acerque es invitado, por el amor de Dios Nuestro Señor, a derramar agua con una venera –¡siempre la venera!- sobre el vientre de la mujer. Advertido estás, si tus pasos son nocturnos. (La cosa suele acabar en gozoso banquete junto al mismo río).
País mágico donde las meigas se baten ya en retirada y no vuelan, ululantes, sobre los caminos para dirigirse, al anochecer, a sus quehaceres asamblearios en los arenales del Morrazo. Hoy las meigas se anuncian prosaicamente en los diarios, epatando al marujerio con pomposas bolas de cristal y bisbiseos de tarot para pasmo de mentecatos, mientras vuelan los naipes todavía marcados por la etiqueta villana de un gran almacén. A nosotros nos cabe el gusto de conocer a cierta bondadosa «bruxa» (cerca, muy cerca del Camino) que declara, vehemente, practicar la conmovedora perversión de transformarse en «bolboreta» (mariposa), Dios se lo pague. Debería estar, la pobre, clamorosamente subvencionada.
Y en esto que los poderes públicos posaron su mirada en el Camino. El fenómeno de la revitalización de las peregrinaciones encontró a las administraciones contando votos, diseñando euros o inaugurando «Aves». Alguien echó cuentas, sumó turistas, imaginó «pelegrines», olfateó el filón y ya todo fue un salir galgueando para entrar en el Camino de las Estrellas como elefantes en cacharrería. Lo primero que se les ocurrió, a los más casposos, fue colocar unos arbolitos de la señorita Pepis, rigurosamente alineados, en el páramo desolado del Camino Real Francés que lleva al Burgo Ranero, una de las etapas míticas de la ruta. Siguiendo con la teoría de ponerle moqueta a las viejas veredas también se quiere, al parecer, poner bancos, áreas recreativas y la madre que los trujo. Los hay que en el colmo del disparate, y del despelote de los miles de millones, andan a proponer un «camino virtual», con el añadido de situar terminales de ordenador en los refugios de peregrinos que dependen de la administración. Lo harán.
Empujándose, haciéndose la higa, a codazo limpio, bajándose unos a otras los horteras calzoncillos de leopardo para trabar la carrera del contrario, nubes de genios del diseño al servicio de las administraciones han sembrado verdaderos «viveros» de señales institucionales allí donde reinaba la sencillez de las flechas amarillas. El desideratum fue el Montjoie, el Monte del Gozo, espacio mítico y santo y seña de los peregrinos en toda época. La barrabasada consistió en arrasar el monte y erigir una especie de campo de concentración, a base de barracones «pra aloxar peregrinos e turistas». Naturalmente, las asociaciones jacobeas pusieron el grito en el cielo. Batalla perdida; Monte del Gozo, matómelo un ballestero: ¡Déle Dios mal galardón!
Y es que: ¿Cómo se administra la magia? ¿Qué sello o tampón se le pone al milagro? ¿En que negociado despachan leyendas? ¿Qué subsecretario tramita la pensión al pobre viejo Don Gaiferos?
Los papeles se superponen. En Galicia el Camino es ya asunto de Estado y la Xunta es Cluny, teniendo su Sahagún en el Monte del Gozo. Habría necesidad, eso sí, de poner la enorme cuba que hubo en la abadía. Como son perfectamente capaces de hacerlo, no resistimos unirnos a la fiesta y proponemos un gran tonel «do país» presidido por Felix el Gato -Pelegrin pisando la uva; si fuera menester, su novia, la Pelegrina (que sí, que haber haila) tocaría el pandero en play-back.
Afortunadamente, ha habido también ejemplos de cómo hacer las cosas con sensatez. La propia Xunta de Galicia ha efectuado la restauración, impecable, del viejo hospital de Ribadiso y los albergueros que atienden a los peregrinos en este tramo final se ocupan con entrega y eficacia a su labor, a veces totalmente desbordados. La clave estará en armonizar el respeto a la peregrinación tradicional con unos intereses turísticos, legítimos, pero que poco tienen que ver con aquella. La gallina puso solo un huevo de oro. Y en Santo Domingo solo quedan gallos.
Al borde del Camino, a pié de obra, muchos sacerdotes han realizado, y realizan, una labor ejemplar, a veces casi heroica, sin medios de ningún tipo y, muchas veces, entre la indiferencia y pasotismo de sus «jefes». La llamada iglesia oficial, y muy particularmente la católica, apostólica y compostelana se vio rebasada por babor y estribor, totalmente superada por el renacimiento de las peregrinaciones jacobeas – en el que su participación fue nula- e ignorada además por la administración, que regularmente le larga un sopapo con cada «Xacobeo». (¡Donde un nuevo Xelmírez!) Todo se le fue en arquear las cejas, musitar tópicos santurrones, controlar visados, intentar regular el tráfico con algún canónigo solemnemente instalado en el pleistoceno, cerrar finisterraes y pasear matamoros. El recibimiento a los jacobeos actuales, todavía con el polvo del Camino en sus ropas, se realiza de forma glacial, cazurra, inquisidora y burocrática. En lugar de correr alborozados, entre frufrús de sotanas, torres arriba, para voltear las campanas y despertar a berenguelazo que te crió a la Roma de Occidente de su sueño de siglos -¡vuelven, vuelven todos!- la cosa se resolvió en confeccionar encuestas impresentables donde, mes a mes, a mayor gloria de no se sabe bien que o quien, se desgranan cifras con la única preocupación de manifestar que el noventa y cinco por ciento de los peregrinos recorren la ruta por motivos religiosos (en sentido ortodoxo). Con la misma regularidad las carcajadas recorren el Camino hasta el mismo Summus Portus.
Desde luego, con todos los trenes perdidos, deberían darse una vuelta por cualquier albergue y olfatear en los libros de peregrinos. Naturalmente que entre la gran masa que hace el Camino, los hay que lo realizan por motivos estrictamente religiosos, pero muchos, muchos más, tienen otras razones para hacerlo; espirituales en sentido genérico, culturales, aventura, deporte, por todas ellas juntas o «porque si». La revista «Peregrino», junto a las veredas y en los albergues, realiza encuestas que reflejan puntualmente una realidad muy distinta, quizás por no existir la coacción de un interrogatorio para obtener la Compostela, certificado oficial de la peregrinación. A ese desconocimiento absoluto de la realidad se une el hecho de que muchos peregrinos, en legítima defensa, mienten como bellacos para obtener el certificado, dado que éste forma parte de su «ritual». Por nada del mundo se lo perderían. Todos saben lo que tienen que decir pero el sonrojo no debería ser suyo:
– ¿Qué le ha parecido el Camino? Pregunta el párroco.
– ¡¡Mágico!!
– Al verle la cara, rectifique: Bueno, eh … ¡milagroso!
– ¡Ah! Milagroso.
Y allá va el sello con el matamoros. La anterior conversación, relatada por una peregrina a la filosofa Eva Mouriño en su trabajo «Vivir o Camiño. Revivir a historia» (6) refleja esa ansiedad por exhibir estadísticas ortodoxas, que alcanza a veces cotas desternillantes. Ahí va el chivatazo: tenemos constancia, y la prueba delatora en nuestras manos, de que el llamado Antón da Pedreira, que recibió pomposamente la Compostela y que llegó de Roncesvalles cubierto de gloria y con cuatro «espigas de ratón» en los oídos, es nada menos que Buck, perro de aguas español, de sexo macho y número de tatuaje AE.217.M. También como aportación, y en aras a una posible adaptación, anunciamos y damos cumplida razón de la existencia de un Santiago Matamasones en Portugal (Samora- Correllha) Desde un azulejo, un indignado Santiago persigue a un individuo que huye despavorido soltando escuadras, escodas y compases. Lo hemos visto, igual sirve.
El peregrino no se identifica con el Matamoros, pero ama con pasión al Santiago sedente que preside el altar mayor de la Catedral. Lo considera uno de los suyos y el Apóstol, paciente y acogedor, les aguanta de todo. A Lorenzo Megalotti, relator de la peregrinación del príncipe Cosme II de Medicis, en 1.669, le escandaliza y juzga irreverente la costumbre, para él inaudita, en boga de aquella entre los peregrinos de abrazar al Apóstol tocándolo, en tanto, con sus respectivos sombreros. Cierto es que aparecía el Patrón de las Españas ora con guisa de tirolés, luego de parmesano, más tarde de borgoñón, después baturro pero ignoraba el severo italiano que el Apóstol es campesino y bondadoso y que la sonrisa que luce en el semblante se debe a regocijada complicidad con sus peregrinos que, además, se destocaban por respeto y buena crianza para un bien ganado abrazo, no encontrando mejor lugar, como venerable perchero, que la cabeza del Patrón.
Un trailer en Mellide le ha volado el pavero (y por poco, la tapa de los sesos). Destocado, continua entre eucaliptales infinitos con la lluvia omnipresente. En la capilla de San Roque, en Labacolla, hace un breve alto. Ha superado prueba tras prueba. La última fue particularmente penosa, ha tenido que soportar la paliza de un esotérico, seguidor de Pablito Coelho, hasta que lo despistó en Castaneda. Se rehace -«mientras ansíes llegar serás esclavo del Camino”, le había dicho un sabio, Jesús Jato, ante la iglesia de Santiago de Villafranca – y pronto llega a la pequeña ermita de San Marcos, el Mons Gaudii donde Laffi rompió en sollozos, donde todos estallaban de alegría ante la vista, en lontananza, de las torres de la catedral. El horrible monumento que conmemora la visita del Papa lo empuja cuesta abajo. Como ajeno, deja atrás los barracones «Xacobeos» y le recibe ya un tráfico demencial .
Compostela, Compositum, Campus Stellae, Arcis Marmoricis, Jakobsland . El Faro de Occidente reserva a los peregrinos un particular infierno en los últimos kilómetros de Camino. Pero no importa. Emboca la Rúa de San Pedro y todo cambia, sutilmente le envuelve el encanto de una ciudad única, irrepetible, «la más dichosa y excelsa de las ciudades de España».
Ante el pórtico de Mateo espera tranquilo, rodeado de una multitud vociferante y multicolor. Cuando pone su mano en el árbol de Jesé le invade una sensación de paz infinita. Avanza ya hacia el altar y pasa ante los viejos confesionarios: «Pro lingua hungarica», «Pro linguia galica et germanica», «Pro lingua itálica». Recuerda la antigua arenga del sacerdote ante el arca de las ofrendas, extrañas palabras que, en la confusión de lenguas, eran la voz de Europa que surgia, balbuceante, por primera vez: ¡Be tom a trom Samgiana!.¡Atrom de Labro!.
La basílica está abarrotada, una convención de veterinarios de no se sabe donde y un congreso entero de poncios en gastronomía «do Camiño» cabecean, beatíficamente y al unísono, al ritmo de un botafumeiro que se despendola por el cruceiro. Un tipo acunado contra una columna despacha órdenes por un teléfono móvil. Como en una nube, se abre paso picando de bordón. Sube las breves escaleras. Allí está. Y allí esta él. Nadie le puede arrebatar el abrazo infinito, cálido, emocionado.
Los figones del Franco le ven pasar. Ha superado el trámite y en la mochila lleva su Compostela. Le invade una sensación extraña, nueva: ¿Se acabó todo? ¿Y ahora qué? En un banco de La Herradura, con las torres de la catedral ante él, con toda su belleza bañada ahora por un sol pajizo palpa en el bolsillo de la camisa el arrugado cigarrillo que guarda desde Roncesvalles. Resistió, el jodido, y resistió él, ¿Es un hombre nuevo? Es un hombre distinto. Distraído saca de la mochila un billete de ferrocarril. Se adormece y cavila: ¿Finisterrae? ¿Padrón? ¿La vida? Se incorpora y camina. Sonríe, sonríe ampliamente.
¿Ultreia?, claro: ¡Ultreia e sus eia!. Y … ¡Deus adjuvanos!
EPÍLOGO : En junio de 1.987 peregrinan a Santiago Etienn y Pierre Von Wonterghem, marido e hijo de Alice de Craemer. Culminaban el Camino que ella no pudo terminar, aplastada por un camión en Navarrete. Junto al Apóstol dejaron escrito: “En memoria de Alice, sin resentimiento alguno.”

NOTAS
(1) La versión gallega se editó en 1.980 (Xerais). En 1.982 de nuevo Xerais presenta la versión en castellano.
(2)Pragmática de Felipe II, 1.590, limitando el uso del traje de peregrino. Vazquez de Parga y otros, Las peregrinaciones a Santiago de Compostela, Tomo III, p.p. 115 y ss.
(3)Recogido por Cesar Antonio Molina en Prólogo a El Pasajero en Galicia. Tusquets,, Julio, 1.989.
(4)Pablo Arribas Briones, Picaros y Picaresca en el Camino de Santiago. Librería Berceo, Burgos 1.993, p.p. 55-59.
(5)Paolo Cauci Von Saucken en Actas del Segundo Encuentro sobre los Caminos Portugueses a Santiago p.p. 19-29. Amigos de Los Pazos, Vigo 1.994.
(6)Eva Mouriño, «Vivir o Camiño. Revivir a historia». P. 96 Ir Indo, 1.997
FOTO: Manuel G. Vicente