Y LEONARDO CAMINÓ A SANTIAGO


Ánima, vágula, blándula, Hospes comesque corporis, Qua nunc abibis in loca Pállidula, rígida, núdula, Nec, ut soles, dabis iocos. -Amable y huidiza, pequeña alma, huésped y compañera de mi cuerpo ¿Adónde vas ahora, pálida, fría y desnuda, y sin inspirar como antes, alegría?- (Adriano,  emperador de Roma) 

(I) Irene en la niebla   

En un acto  reflejo (todavía no había perdido la costumbre) intentó mirar la hora. Y, lo mismo que había hecho cientos de veces antes a lo largo del Camino, sonrió. Ante ella, estaba la muñeca desnuda, Irene no llevaba reloj, lo había abandonado en Barcelona con un montón de cosas más. Paso a paso, con sosiego, avanzaba a través de aquella niebla espesa que la acompañaba desde Herrerías. Por un momento pensó que le hubiera gustado haber visto amanecer, que le hubiera agradado contemplar aquel paisaje salvaje que sabía que la rodeaba. Pero por otro lado agradecía ser acariciada, mecida, por aquel universo de algodón espeso, se sentía extrañamente protegida. Ras, ras, uno-dos, uno-dos, sólo sus pasos rasgando la hojarasca que todavía invadía el suelo llenaban aquel silencio, el mundo parecía suspendido en el mar de niebla. Era diciembre, era el Camino de Santiago, un Camino que estaba recorriendo en la mayor soledad.

 Volvió a sonreír imaginando la vorágine de su oficina en aquella mañana de invierno, el ajetreo del metro, las noticias de la radio, su madre entrando en el supermercado y comentando con la cajera la locura de aquella extraña hija que se había echado a las trillas precisamente ahora, en plena navidad.  Irene se ajustó la mochila, estaba algo entumecida, un estremecimiento le recordó que hacía frío, mucho frío. Para un observador imparcial (suponiendo que existan observadores imparciales), Irene sería una mujer común, nada especial a destacar. Pero como los observadores imparciales no saben nada de mujeres, ni  de seres humanos en general, acerquémonos un poco más a ella, que ahora se acaba de sentar junto a la fuente de A Faba. Rondando la treintena, trigueña, delgada, había algo en ella que llamaba la atención… aquella mirada. Era el tipo de mujer que sabe mirar. Una mirada serena, primero curiosa, luego, profunda…. demoledora. Por fortuna, la mayoría de las mujeres que saben mirar desconocen su fuerza, pueden mover el mundo con sus ojos, y una mirada de Irene podía llegar directamente al alma y llenarla a rebosar, incluso desbordarla. Pero Irene no lo sabía y, realmente, poco le importaba.  Una filología inglesa, cuatro idiomas perfectamente hablados, cursos de «márketing», un «master», más cursos de informática… y una inteligencia fuera de lo común. Irene era una mujer perfectamente
preparada para batirse en un mundo que ella no había elegido.

Al principio todo fue bien, pero luego apareció aquel jefecillo. Era un patán absoluto, un hombre lleno de miedos e Irene, su juventud, su inteligencia, su serenidad…. era un peligro. Así que empezó el acoso, primero sutil, luego en toda su zafiedad. E Irene acabó en el cuarto de los ratones, contando horas, matando moscas, primero llorando, luego maldiciendo, más tarde aceptando… «siempre  perdemos». Y luego estaban ellos…. los hombres. Irene, sentada ante la fuente, se arrebujó en el «polar» azul marino que le había acompañado desde Roncesvalles. Sintió un escalofrío. Los hombres. Con los tres últimos se cargó de paciencia. ¿Por qué eran tan torpes? ¿Por qué no se molestaban en absoluto en leer en ella? Irene, su mirada atractiva,  limpia, directa, era un imán. Y además Irene sabía escuchar, algo imprescindible para todo macho que se precie, una mujer que escucha y que mira. Lo que ocurría es que Irene escuchaba, miraba y… juzgaba. Y eso no lo sabían sus novios, sorprendidos siempre cuando una hastiada Irene se levantaba y señalaba la puerta. Con el último había hecho su primer Camino, el año anterior. Era el tipo de hombre con la sensibilidad de un búfalo africano y mentalidad de boy-scout. Para él, cualquier problema se arreglaba ante un fuego de campamento y cantando el «Aserejé». Desesperada, lo había largado en Arca, antes de llegar a Santiago.  Y también, claro, estaba su madre. Se había empeñado en casarla con todos y cada uno de aquellos zoquetes, su madre temía (seguramente con razón) que su hija no tenía aguante, «mira, los hombres son muy suyos, yo me adapté a tu padre, ya sabes como era, pero fuimos felices, no puedes inventar un mundo para ti, las cosas son como son, te quedarás sola y tendrás que vestir santos.» 

Aguante. ¿Por qué tenía ella que aguantar? Pero se había juntado todo, aquel acoso laboral, sus novios, su madre, Barcelona, todo. No podía con su vida, ¿qué había hecho mal? Había saltado al Camino únicamente por ser un espacio que conocía bien, realmente sólo quería andar, andar y pensar. No se había encontrado prácticamente con nadie desde Roncesvalles, había poca gente andando. Recordó con cariño una noche en Santo Domingo de la Calzada, cuando se encontró con Anne. Anne venía desde Suiza, arrastrando sus setenta años, un cáncer implacable y una breve mochila, caminaba ligera por el viejo Camino. Con Anne viajaban también unos deslumbrantes ojos azules, una alegría contagiosa, una sonrisa permanente llena de bondad. Habían hablado mucho, Irene le había abierto su corazón y Anne la había escuchado, abrazado, sonreído…. se había sentido mucho mejor. Anne le había dicho: «mientras esté uno de nosotros caminando, mientras exista un peregrino, habrá esperanza». Y se despidieron con un abrazo infinito, esas despedidas intensas, emotivas, sinceras, que ofrece siempre el Camino: «buen Camino, buen Camino…»  Se estaba helando, Irene se levantó y reemprendió la marcha. El silencio y la niebla envolvían al mundo. No se veía nada a diez metros. De pronto, notó algo tras de sí, ¿eran pisadas?. Algo inquieta, se detuvo. Las pisadas también. Le pareció oír una carcajada seca, hiriente. Irene no era miedosa, pero se descubrió a si misma temblando. Lenta, muy lentamente, volvió a caminar.


Silencio, ahora no se oía nada, sólo su respiración agitada y el clinc-clinc de ese cazo que llevaba colgando y que se había prometido hacía un montón de días amarrar decentemente a su mochila de peregrina. Pero volvió a oír «aquello». Alguien caminaba cerca, muy cerca y, no había duda, quien quiera que fuera se reía con un sonido extraño, metálico, semejaba el balido de una cabra. Sintió pánico, verdadero pánico en aquellas soledades.

Y de pronto, lo vio. Surgió entre la niebla. Alto, joven, enjuto, anillo en una oreja, el pelo recogido en coleta y enorme mochilón. Se tocaba, además, con un gran chambergo negro mate adornado con una pluma de águila. Pasó junto a ella como ajeno. Irene acertó a musitar: «buenos días, buen Camino». El peregrino se volvió. Irene notó en él algo intensamente familiar, ¿dónde había notado «eso» antes? El peregrino le estaba dedicando una sonrisa. Irene jamás la olvidaría, aquella sonrisa y el brillo extraño de sus ojos. Al momento, desapareció ante ella tragado por la niebla.


Las campanas de Santa María do Cebreiro, llenaban la aldea de un aire distante, como venido de un mundo lejano, cuando Irene entró sola en la iglesia. Un gran mastín, tumbado entre los bancos, agitaba la cola. Las velas temblaban ante el cáliz del Milagro. Una extraña paz la envolvía cuando, curiosa, leía una inscripción en una tumba: «Elías Valiña, hermano de los peregrinos». Las campanas de Santa María seguían tocando mientras la vieja aldea parecía licuarse, disolverse en la tierra.  Algo parecido a un cansancio infinito, todo el cansancio del mundo, pareció abrazarla. Irene, sentada en un banco de Santa María la Real,  se sumergió en un profundo sueño, un sueño infinito.   

 ( II ) Santiago de Compostela 

«Pro lingua hungárica», «Pro lingua gálica et germánica». Irene avanzaba por la nave central de la catedral dejando atrás los viejos confesonarios donde antiguamente ejercían los sacerdotes lenguajeros. Había estado un buen rato ante el Pórtico y ahora iba dispuesta a seguir con todos los ritos, fundamentalmente bajar a la tumba del Apóstol.  La catedral estaba de lo más animada, en unos días se abriría la Puerta Santa y los grupos de turistas y curiosos se agolpaban por doquier, Irene no vio a peregrino alguno en el templo. Una variopinta fila, alineada para subir a abrazar a Santiago, la disuadió enseguida, no estaba para multitudes, y se dirigió arrastrando su mochila hacia una capilla en la que ya se había sentido muy a gusto el año anterior. 

La Capilla de A Corticela permanecía solitaria y en penumbra cuando Irene se derrumbó en un banco, sentía allí una gran paz. A Corticela siempre había sido la parroquia de los peregrinos extranjeros en Santiago y ella se encontraba un poco extranjera en la gran catedral, todos aquellos preparativos, aquellos turistas, eran algo muy ajeno a ella, todavía con el polvo del Camino en sus ropas.  Cerró los ojos y una fatiga abrumadora se apoderó de ella. El silencio de la vieja capilla, en contraste con la algarabía del resto de la catedral, aquella penumbra, los cirios encendidos, la soledad. Cerró los ojos, le pareció que todavía andaba, que todavía no había llegado, además: ¿llegar adónde? De pronto, algo la sacó de su sopor. Un guía estaba entrando en la pequeña capilla seguido de una corte de guiris que parloteaban animadamente.

 Desganadamente, asió la mochila para marcharse cuando algo la detuvo. Aquel guía… Irene se acercó al grupo y, de golpe, sin saber cómo, se le vino el mundo encima, A Corticela empezó a girar vertiginosamente, tuvo que asirse a un banco…. aquel guía, ¿qué era aquello que le hacía tan familiar? Y de repente todo se iluminó: era lo mismo que había percibido en aquel hospitalero de Estella, lo mismo que había notado ante aquel cámara de televisión que quería filmarla caminando sobre el puente, en Puente la Reina, lo mismo que había sentido al pasar junto a las azafatas de aquella furgoneta promocional que, en Burgos, anunciaba al mundo las excelencias del «Xacobeo»… y lo mismo, exactamente lo mismo, que había sentido en O Cebreiro, en la niebla, cuando pasó junto a ella aquel extraño peregrino. Sintió un ataque de pánico. Y es que el guía, lo mismo que los otros, desprendía un asqueroso, penetrante, envolvente, provocador…. olor a azufre.

Descompuesta, echó a correr. Picando de bordón, atravesó todo el crucero de la catedral apartando turistas hasta alcanzar la puerta de Platerías. ¡ Estaban allí ¡ ¡ Algo, algo terrible, había invadido el Camino! Irene se apoyó jadeando en un pilar de la portada sur de la catedral, mientras el rey David la miraba impasible desde un capitel.
No, no podía estar pasando esto, no podía estar pasándole a ella, Dios mío, tenía que avisar, tenía que gritar, tenía que advertir lo que estaba ocurriendo. ¿ Era pánico? Tuvo que reconocer que sí, era un pánico total, envolvente, abrumador. Volvió a correr, voló sobre las escaleras de Platerías y alcanzó la Rúa del Villar para entrar en el zaguán de la Oficina del Peregrino. Tuvo que frenar en seco, él bajaba las escaleras. Sí, alto, enjuto, el pelo recogido en una coleta, pendiente en la oreja y el chambergo negro mate chulescamente echado hacia atrás. Miró a Irene e inmediatamente una gran carcajada llenó las escaleras, el zaguán, el edificio entero. Con una mirada encendida en brasas acercó a los ojos de Irene una «Compostela» recién extendida. Irene acertó a leer: «Leonardus, Princeps». Sumida en un vértigo abisal, huyó despavorida.


Comenzaba a anochecer, cuando encontró a un canónigo de la catedral cerca del Palacio Arzobispal. La cruz de Santiago, en un rojo bermellón, brillaba en la sotana. Había estado toda la tarde vagando sola por Santiago, empezaba a anochecer y no podía más. Se acercó al sorprendido canónigo y, exasperada, asiendo compulsivamente las mangas de la sotana, Irene le contó todo, absolutamente todo. El sacerdote la miró con estupefacción. Luego dio paso a la comprensión. «Mira, hija mía, a veces el Señor nos manda pruebas que no podemos comprender. Sin duda has pasado por un estado de ánimo que te ha hecho ver cosas incomprensibles, ¿has oído hablar del Síndrome de Stendhal? Necesitas ayuda, muchos peregrinos la suelen necesitar al finalizar su Camino, pero lo que tú necesitas es un profesional, un médico».

Durante un buen rato el canónigo siguió hablándole con dulzura. Irene le miraba en silencio y, poco a poco, bajó los ojos al suelo, le vencía la fatiga. Distraída, observó los bajos de la sotana de su interlocutor. Y, entonces, dio un paso atrás. Allí, agitándose nervioso, se movía sin parar el borde peludo de un rabo negro como el azabache. El canónigo la miró a los ojos y, como si tal cosa, escondió aquello  bajo la sotana, la miró compasivamente y se perdió hacia Azabachería arrebujado en su manteo. 

Una lluvia mansa caía sobre la Quintana, como sólo sabe caer la lluvia en Compostela. Sentada en las escaleras, bajo la Casa de la Parra, siempre sola, Irene escuchó las campanas de la Torre Berenguela dar gravemente las doce de la noche.

La gran plaza permanecía en silencio, sólo la lluvia martilleaba las vetustas losas. Todo dormía, el enorme monasterio de San Paio de Antealtares parecía una gigantesca arca varada en la nada. Y un manto negro envolvía la antañona urbe apostólica mientras Irene intentaba apartar el pelo de su cara, moteada por las gotas de lluvia y arrasada en un mar de lágrimas. Con el rostro entre las manos, Irene lloraba.

EPÍLOGO

Toc, toc, toc. El eco de un bastón golpeando las losas llenó la plaza. Irene se volvió: una sonrisa bondadosa, unos plácidos ojos azules llenaron el mundo: Anne estaba entrando en Compostela. Como un resorte Irene se levantó y vino el abrazo intenso, interminable, embriagador. Irene recordó: «mientras esté uno de nosotros caminando,mientras exista un peregrino, habrá esperanza».  Cogidas de la mano, cruzaron la gran plaza y se perdieron en la ciudad. La lluvia seguía cayendo con mansedumbre mientras las monjas de San Paio cantaban ya maitines. Santiago amanecía.  

PIE DE FOTO 

Bah, jamás creas los cuentos, y muchos menos a los que te los cuentan. Son (somos) nada más que pobres fabuladores. Irene nunca ha existido, Anne tampoco y Leonardo es una sombra que se pierde en el hondón de los siglos. Perdón, llaman a mi puerta, ahora vuelvo. Bueno, os tengo que dejar, en la noche de estas montañas remotas  hay un tipo que me reclama a grandes  voces. Me asomo a la ventana y ahí está plantado, el muy hí de puta lleva un chambergo negro mate adornado con una pluma de águila.  Y se ríe, el muy cabrón se ríe.

Photo José A. de la Riera.

Un comentario sobre “Y LEONARDO CAMINÓ A SANTIAGO

  1. Muy bueno o conto Maestro. Seguro que te fuiste a alguna taberna perdida por esos montes con el tipo del chambergo negro a inventar otro maravilloso conto.
    Lo espero impaciente.

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