“Cuando las sendas antiguas se borran aparecen siempre otras tierras maravillosas”
Rabindranath Tagore, Gitanjali
O Cebreiro a tiro de piedra,
¿son cien metros?, ¿mil metros?. La lluvia, fina, persistente, le cala hasta
los huesos. Va solo, la mochila, las botas
y el pavero han aguantado, él también, o eso cree
Avanza despacio, como resistiéndose a llegar, ¿llegar?. Esa es una de las incógnitas de este extraño Camino, que le mece, que le acuna y acuchilla desde que se echó al monte en Saint Jean. Pesa la mochila pero, sobre todo, pesa una sensación de congoja, de tristeza, que sin saber el motivo le invade desde que dejó Herrerías y comenzó a subir el puerto. Sabe que no es el mismo hombre que dejó Roncesvalles hace veinte días, ¿veinte días? Hace doscientos años de aquel amanecer en Zubiri, cien del enorme campo de amapolas camino de Los Arcos, cincuenta de aquella despedida desgarrada en Sahagún («¡ Buen Camino, buen Camino !») Y… ¿fue ayer la sonrisa de Águeda en Villafranca? No, no es el mismo hombre el que se acerca a la vieja aldea comida por la niebla. ¿El Camino se anda?, no, se lo dijo un viejo peregrino en Pamplona, el Camino no se anda, chaval, el Camino se vive y hay que vivirlo intensamente.
Ajeno a la algarabía de un grupo de turistas que hacen cola ante un autobús, el peregrino desciende junto a los muros del antiguo hospital de San Giraldo de Aurillac. Camina ensimismado. Del bolsillo de la camisa saca un arrugado cigarrillo que le acompaña desde Francia. Resistió, el jodido, lo mismo que resistió él. Reconoce a otros dos colegas, están sentados, desmadejados bajo una tapia, indiferentes a la lluvia que arrecia; despiden un halo de desaliento. Un grupo de turistas, que marujea entre las pallozas, todas y todos con el “pin” de un horroroso muñecote con pinta de monaguillo preconciliar, no para de cacarear: “¡ Dios mío! ¿Pero podía vivir así aquella gente?”
Sin darse cuenta está sentado en la penumbra de la pequeña iglesia. Sólo hay una anciana que masculla una oración mientras enciende una vela. Cierra los ojos y un cansancio infinito, todo el cansancio del mundo, le abruma de repente. ¿Está llorando? Un perrazo que dormita plácidamente sobre una lápida le invita a acercarse. Sobre la lápida hay una sencilla inscripción. Está en latín, pero se entiende: «Elías Valiña, hermano y amigo de todos los peregrinos».
La hospedería de San Giraldo está a tope. Fuera, la oscuridad lo envuelve todo mientras la vieja aldea parece licuarse en la niebla. Grupos animados se cruzan carcajadas de mesa a mesa. Pilar, toda la dulzura de Galicia en sus ojos, toda inteligencia, lo ve y entiende. Espabila una mesa, le pone un plato… no termina la sopa. Se acerca al libro de peregrinos, quiere ser original, y escribe: «Me duelen horriblemente los pies». Ve otra nota que le hace sonreír: «Gracias Santiago por ayudarnos a perder la fe». Firman “Syd Vicius” y “David Bowie” (libro de peregrinos, Hosp. San Giraldo de Aurillac, 08.1990) El peregrino sale y penetra en la niebla. Reinicia su marcha, está llorando, también está sonriendo, pero ahora marcha ligero.
“Debe ser una bella justicia para todas estas gentes la hora de la resurrección del Camino de Santiago”. Alvaro Cunqueiro (Faro de Vigo, 16 de octubre de 1962), el gran tapado, uno de los grandes genios de la Galicia del siglo XX, reflejaba ese pensamiento después de su visita a O Cebreiro en el desvencijado seiscientos, al que, naturalmente, bautizó como Don Gaiferos y con el que recorrió el Camino acompañado por el fotografo Magar. Cunqueiro había estado en O Cebreiro preguntando si había pasado por allí Sir Galahad. También preguntó por el buen caballero Bernard du Guesclin, por si había sido visto Faba arriba alanceando nubes. Por si acaso, aclara que era de mediana estatura y de barba rubia y, además, cuando hablaba solía cruzar las manos por detrás de la cabeza.
Pero no, no había pasado ningún Sir Galahad, ni tampoco Bernard du Guesclin por la desolada y solitaria aldea. Y tampoco casi ningún peregrino, había preguntado a unos niños y los niños no recordaban a ninguno. Desolado, el hombretón bondadoso que era Alvaro Cunqueiro compartió con ellos un requesón y pan de centeno y tuvo que aceptar que los niños no olvidan nada.
Cunqueiro, el gran fabulador, el amigo de Merlín, el eterno viajero por todos los países de la imaginación abandona O Cebreiro y persigue su sueño hasta Triacastela. Harían falta torrentes de agua bajo los viejos puentes del Camino y la aparición de otro soñador, de otro “tapado”, de otro de los grandes genios que ha dado la Galicia del siglo XX, para que se produjera otro milagro en O Cebreiro, tan importante como el del Grial de Santa María. Y es que, cuando al hilo del Camino de Santiago y su extraordinaria resurreción en las postrimerías del siglo XX, pundonorosos caballeros y voluntariosas damas se ponen a hablar de historia olvidan algo importante: cualquier intento de aproximación a lo que ha sido la moderna historia del Camino de Santiago queda manifiestamente incompleta si no se apela, además, al milagro. Toda una extraordinaria historia envuelve el singular renacimiento de las peregrinaciones jacobeas. Y esa historia, con su parte importantísima de leyenda, nace de la brumosa aldea de O Cebreiro, no podía ser de otra manera. Su protagonista, pequeño, “teimudo”, todo un carácter, todo coraje, se llamó Elías. Y tuvo un sueño, el mismo que Cunqueiro había tenido años antes. El sueño del Camino de Santiago.
Corren leyendas por el Camino, todas se despeñan Pirineos abajo, recordando a un pequeño cura armado de botes de pintura amarilla conduciendo estrafalarios automóviles, preparando invasiones, movilizando conciencias, espabilando almas dormidas, apostrofando autoridades inanes, despertando la antigua ilusión: un Camino abierto y libre para todos, un Camino al alcance del más humilde de sus peregrinos, una autopista de tierra por donde, de nuevo y como en los siglos, transitara lo mejor de la vieja Europa buscando una tumba en los confines del Finisterre. ¿Un pequeño cura? En aquella alma cabía todo un Camino. ¿Cómo un hombre con su bagaje intelectual se encierra durante años en una pobre aldea en los más remotos confines de Galicia, la levanta prácticamente con sus manos y, desde aquellas soledades, se lanza a una de las más bellas aventuras que haya realizado hombre alguno a finales de la pasada centuria?, ¿quién era Elías?, ¿qué era aquello que movía al pequeño párroco de O Cebreiro?
Pasión, alma y una voluntad de hierro. Todo ello llevado con una sencillez que han reflejado los que han compartido con él aquellas interminables veladas junto al fuego de O Cebreiro, donde todo peregrino tenía a su alcance y recibía la atención personal de Elías. La misma sencillez con la que llenó el Camino de esas pequeñas balizas, las flechas amarillas, que jalonan ya todos las rutas que llevan al occidente. Pasión, alma, voluntad, sencillez… no otra cosa son los valores que más deslumbran a pie de Camino. Pero, ¿algo más? Sí, el sentido de universalidad y fraternidad que tenía Elías. Tuvo la visión suficiente – y la inteligencia- para, desde lo local, desde lo más íntimo y escondido, saber transmitir – y en ello no se dio tregua- que la antigua llama, apenas una debil candela entre la bruma, había que convertirla en hoguera entre todos, supo enseguida que la recuperación física y espiritual del Camino de Santiago era una labor coral y supo también repartir juego.
Evidentemente para ello hacía falta carisma. Elías lo tenía por arrobas. Daba lo mismo ponerse el mono de trabajo para rescatar del olvido las piedras de su Cebreiro, que arrancar a cualquier punto del Camino para investigar un tramo que había caído en el abandono. Era tan importante hablar con quien fuera necesario, y en cualquier parte, para alentar la creación y el impulso de una asociación jacobea como sentarse a hablar con todo peregrino que pasara por O Cebreiro. Ellos fueron los primeros que dieron la noticia al mundo: el Camino estaba, de nuevo allí, como en los siglos, reluciente en siete soles, recien señalizado, esperando otra vez el paso de sus peregrinos en todas las encrucijadas, en las sirgas, en las montañas, en los bosques profundos de Galicia. Ellos fueron sus mejores corresponsales. Y ellos hicieron pronto suyo el Camino, armados además con aquella mítica guía roja de Everest, uno de los misiles que el pequeño cura de O Cebreiro había lanzado al mundo. Carisma y pasión, voluntad e inteligencia puestas al servicio de un sueño.
¿Se escribe así la historia? La del extraordinario renacimiento de las peregrinaciones jacobeas en las postrimerías del siglo XX, sí, sin duda alguna. Y es función nuestra, de las asociaciones jacobeas que hemos heredado ese enorme legado de Valiña, darlo a conocer a las nuevas generaciones de peregrinos, sobre todo en los tiempos actuales, cuando se confunde valor y precio, cuando el Camino se ha llegado a convertir en asunto de estado, cuando a su arrimo se intentan conjugar todo tipo de intereses: económicos, turísticos, culturales, de política local o regional, nosotros queremos recordar aquí como nació todo, qué se nos enseñó, no queremos que se olvide nunca cual ha sido su historia moderna (y su leyenda), no queremos el olvido de los que nos enseñaron un Camino único con Elías a la cabeza, ni queremos tampoco, y por lo mismo, que nada nuble y que nada oculte lo que es realmente el Camino de Santiago: el paso esperanzado, ilusionado, volcado en su propia fe, en su búsqueda y en su esperanza del más humilde de los peregrinos del Apóstol, que un día y otro y otro más, un paso, y otro y otro más, persigue su propia sombra por los Campos Góticos castellanos, por las montañas de Asturias, por la plata de Extremadura o en el poniente grandioso que nos llega desde Portugal, conjugando siempre un verbo por veces lacerante: llegar. El Camino es ante todo ese peregrino. Y de todos los que, con el alma prendida del bordón, buscan y buscarán ese algo más que, tal vez, la dureza del siglo que les ha tocado vivir no le ha permitido.
Por eso agradecemos el legado que quiso hacernos llegar Valiña. Y los valores inherentes al mismo que él nos enseñó y fue el primero en practicar: espiritualidad, universalidad, hospitalidad, solidaridad, búsqueda, aventura, brazos abiertos, sonrisa amplia, libertad y Camino para andar. Si somos capaces de conseguir que no se pierdan nunca, las campanas de Santa María do Cebreiro repicarán por todos. Por ese peregrino reconfortado que se pierde en la niebla de una remota aldea y por todos nosotros. Elías nos transmitió un sueño. Ojalá sepamos mantenerlo. Que así sea.

Desde Galicia, abrazos, José Antonio de la Riera. Fraternidad Internacional del Camino de Santiago, FICS
Para que no se olviden nuestros comienzos… Para que no se olvidelo los principios fundamentales del renacer del Camino… Para que los nuevos peregrinos traten de emular a las vacas sagradas del Camino y no transiten por el camino… Para que Vivan intensamente el Camino. su Camino… su propia Vida.
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